Autor Paula Carman
de la receta que anda dando vueltas
del marco del conocido
de ese que un día se acordó de vos y te buscó y te terminó
encontrando
de los martillos neumáticos
de lo que permanece inmutable sin el menor deterioro y con
su brillo intacto
de la equinoterapia
de la primera muerte
de la notita alentadora
de las cosas que flotan en el café con leche
de quien tiene una obligación moral con vos
del infierno alternativo
de las ciudades sin raíces
de los nenes bien
de las nenas mal
Ahí vienen los tres eternos, huelen mal, azules, mueven sus
últimas maniobras vacías de algo ¿dignidad? probablemente (los toscos entran
como orugas por las tumbas. Por todas. Y que nadie se atreva, o se mueva, o…)
Entonces: tres, tres que comían sus ambientes hasta la puerta, hasta la última
vértebra del último esqueleto. Las vértebras del secreto, las del terror de la
cebolla destronada de su ser aromática. Sacan sus palabras mágicas: “éste es un
guante, no una mano” (la imagen agrieta la chispa que destruirá para siempre
este infinito tan inoportuno). Los tres, decía, de lentes oscuros, recién
despiertos de la carne (la nunca sacerdotal) leen “El As de Oro” y entran al
restaurante, en hilera y le dan al gospel. Todo lo metabolizan así. “Hay que
darle más luz a los nichos del conjuro para que la asfixia sea deliciosa”. Algo
así dice la letra.
(en realidad esta historia es un castigo (como la palabra
“éramos”))
Cuando en todos los cementerios cercanos al horror y al
prurito en los tentáculos se oigan esas letras ya no habrá órdenes en voz alta
sino una tranquera transparente y el apretar de la carne hacia el examen.
Saldré cabeza en alto y doblaré la apuesta, la esquina, su botamanga, su
bocamanga, su bocamarga (Dios comienza, a veces, cuando se cierran los impulsos,
la fiebre, la noche interrumpida por el sueño).
(y por el debajo del sueño de cuando se (¿el amor?) les
daba, uno de los tres recorta a otro (el sufrimiento, inútil que parece! (y sin
embargo)) fotos que por el tiempo van muriendo, cortadas, re cortadas… y en
lugares infames)
Rodar a sus pies como a punto (la noche entera moviéndose
hacia el sufrimiento inútil que nadie sabe todavía). Uno hace un pacto de
calma. Respirar. Exhalar de los cuerpos la necesidad, inhalar resistencia (en
realidad respirar es no huir de cuando todo parecía posible), ajustar esa
sensación extrema que ofrece la claridad con el apogeo de la belleza del agua
que se pudre. ¿Pero por qué aparecen estas señales en la noche? piensan ¿De
quién nacen? se preguntan ¿A quién señalan?
A la puerta (que ahora ya es tranquera tranquerita). A la
puerta que ahora ya es señal de Alto Cuidado Cuidate Querete Achtung Warning
Gefahr Ojito Vorsicht Attention.
Ojete.
Señales enteras moviéndose hacia el calor contra natura,
vestidas contra la tierra y contra cualquier otra cosa que no avance (por mucho
que flotan sobre un sentido, sabemos nosotros que todo colapsa, desde ser el
amor que nos hace tantos en medio del se ha roto hasta ser el que cruza y hace
imaginar a los demás que nadie sabe de grados pues no existen los grados desde
lejos de las fiebres).
“No cruzar la mirada sin soplarle a la memoria esos restos
de cal viva”. La distancia que fingieron para caer del nosotros, para no ver el
sin volar de los cuerpos. Distancia para reaccionar a ambos lados aunque igual
los dos resulten ser nada. Distancia en el mes de la luz (luz que habla de ser
ni los impulsos ni las manos, indignadas de habilidad, como aquellas que
pañuelo en zamba, que parecen, que de pura tristeza, que alejamiento, que
vuelos del latido de estos tres pobres salvajes).
Un pacto y un sueño de agua interminable que el sonido
amontona en filas hacia un único golpe. Ser cuando la voz y la suerte (la mucha
suerte (esa sensación extrema de agua de baldeo evaporando los temblores de la casa)),
cuando el milagro del viento y del seguir siendo solo salvajes que se consumen.
Tres. Tres eternos. El pacto y la distancia a tiempo. Eso que no se llora
porque uno ya no es pasto creciendo debajo de una única piedra.
Decía: Tres. Tres, y que las cosas se desarman de a susurros
(¿qué hace una sábana colgada a mitad de mi sueño?), susurros que aumentarían
dramáticamente si fuese aceptable la caldera de caricias (caricias amargamente
entibiadas con datos de otras tierras). No tardaría (¿cuál de los tres?) en
buscar paliativos que no se agoten (me informan acá que uno de los tres ya ha
vuelto por ayuda que salve de la ayuda de quien da lo innecesario desde detrás
de la antes puerta ahora tranquera pero siempre siempre siempre siempre siempre
malherida).
No estarían bien el túnel de un cigarro, un sorbo de
complicidad (o de algún otro trago) ni el intercambio de la dualidad todo/nada,
esa estancia en donde algunos solemos movernos y donde menos sentido tienen la
mar de posibilidades.
(¿qué han hecho con las flores que ahora cambian su esperma
hacia el aire agotándose en forma de azúcar entre las ramas?) Somos estímulo y
pasillo de normas. Estaría bien vivir entre pastos y fotos recortadas sin
importarnos de la pasión oculta. Los labios acabarían cediendo,
desprendiéndose. La inercia de sacarse los ojos, mismo pájaro, misma noche, en
mitad de la misma mismísima muerte. Mismo y cada día (cada noche) más capaz de
cosechar puertas desde su propia y privada ¿privada de qué? eternidad.
Enciende uno cada pensamiento que descarrila en esperanza.
De a tres. ¿Qué hace la fertilidad con la verdad? ¿Qué hacen olfateándose los
besos los sonidos con forma de costumbre? Tengo en formol ese punto radical en
el que se odia en el deseo. Persisten en esa cal los troncos y debajo del
polvo, en su frontera, los sexos (justo antes de ponerse unas cabezas sin
pasado, sin familia ni más besos inútiles e intermitentes) para darle
continuidad a las condenas.
Cuando sea tiempo de otro árbol no tardaremos en la locura.
Uno: La presión por conocer la vereda del paria, la de lo evidente con su
agobiante anatomía. Dos: Mil figuras ejerciendo presión para manejar sus
patéticos intentos por huir. Tres: Mil figuras para manejar el modo de dejarlo
suelto.
Aceptábamos, pensábamos que ¿de cuántos náufragos en
posición de pronto, además de otras preocupaciones, contábamos para hacer lo
declarado? Y esas ansias de hambre por encima de la atadura de las manos.
Desviar la normalidad, sin dudas, revolcándose en la pulsión, roces en la
partida, así sin pensar en perder jamás, traspasando de manera superficial por
aquellos instantes de reflejo hostil que encogían de miedo.
(¿Miedo? Miedo del carisma de su cabeza: fogonazos de creer
haberla dominado… (esperaba un pequeño universo de alguna razón hacia unas
libertades que ya nunca más) ¿Puede sentirse el miedo? ¿Miedo? Miedo del
cartílago. Un alarido que mordía el sí. Estaba soñando pero quiso y no se
detuvo porque tan cerca que sentía y ahí ahí ahí los párpados parecían soldados
tallando espectros, lagunas, poros (y hasta aspirinas!!!) sobre lo sutil (que
siempre acecha).)
Contando esto me siento con tanta autoridad, tan seguida en
metros. Flexiono las razones desde el pezón de mi ojo, entre los grumos del
pellejo, les ofrezco un universo a su antojo. Creo que el ritmo en el paso
podría haber resultado desesperante pues duele cuando se empieza a esperar de
joven, afuera de la normalidad, revolcándose en la gente con esos carteles que
piensan, porque no puede ¿quién puede? actuar la versión segura.
Conseguía verlo antes, consigo ahora. Al parecer el
principio es mí color favorito entre las teclas de pluma. Invento un hueco a
colorear describiendo la vergüenza que da el pensar en darse en donde aún no es
seguro el quiero. ¿Crecer de este sollozo completo, volverse un continente al
descubierto y enfrentarse al enfrentarse o al revés? No encuentro doctrina.
¿Como darse a conocer con bordes mientras uno se ajena?
Escribiendo (con bordes) mientras avanzo con el recurso como
interrogante, como defecto reemprendido ¿cuántos hay, de los tres, con esta
rabia ahora? ¿Todos, los tres, en el mismo retrato del mal hábito? ¿Cuántos
bordes necesitaban ayer (cuántos hoy) para llegar a la acabada conclusión (y
con cuánto humo)? Complejo.
El día terminó consumado en un montón de avenidas a las que
amoldarse. Desaparecido del pleno arrepentimiento, con total conocimiento de
que, en toda la cartera, juntaron (entre los tres) algunas dudas apacibles,
tres envolturas para construir un señuelo y un lápiz de ser. Toda esa cosa de
extrañarnos indivisibles y lluviosos, todos los agostos periódicos, lo nuevo
sin ningún quizás, el donde no doler como el que más, como el mismo sacro vacío
que expulsa y no me cabe adentro ensartado en la conducta de este vos/sin vos,
de este complicado caos, toda esa cosa de los tres… ¿Fue así siempre? ¿Adónde
se habrán quedado los ojales?
Una simple sombra, un empujón del animal hacia el brazo.
Torturas que nos marcarían. La semilla al costado, junto al salvo, al cuidado
con comprobar el punto que pudo y fue su derrota.
Apretó (no pude evitar sentirme ofendida por entonces).
Tenía que contradecir abiertamente o mis tuétanos, porque por alguna razón la
gente desconocida o no, contradice lo poco de las dos caras para que al menos
no nos toque esa, la llena de la rabia. Contradije y alcancé un tejido más, un
nivel más antes de dar este examen (sin ningún problema, en la misma cama y
planeta de siempre, a los codazos con el vacío y con la idea de las formas
intercambiando cortadas) Dos: ¿con el acto arriba? Uno: ¿tan falto del piano?
Esquinas quitándole sintonía, lluvia de cuerpos quitados del
cartel (viral, presencial… cualquiera, todos, todo lo que se pueda seguir
arrastrando con los puños)
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