Autor: Elisa Gagliano
"A otros el universo les parece honesto. Les parece honesto a la gente honesta, porque tienen los ojos castrados. Esta es la razón por la que temen la obscenidad. No experimentan angustia alguna si escuchan el grito del gallo o si descubren el cielo estrellado"
G. Bataille
G. Bataille
Como peces chicos bajo ballenas, somos el daño colateral de la institución. De día purificamos el agua y de noche congelamos y cortamos. Somos una empresa apéndice que funciona en el subsuelo.
Se aprovecha el sistema de enfriamiento de la morgue nacional. Máquinas del siglo pasado que proveen la temperatura justa que se necesita para el rubro. Inspecciono envases antes de ingresarlos al área de lavado. Para tocar las barras congeladas hay que protegerse, sino la piel queda pegada y sangra. No me gusta mi trabajo. En agosto conseguimos que se hiciera una puerta de ingreso independiente a la del hospital, nosotros entramos por calle Jujuy, los de la morgue por Salta (es un detalle que funciona). Solo queda una escalera que conecta el subsuelo al resto del edificio. Pese a la división, conocemos a todos los doctores.
Hoy me quedo toda la noche. Afuera no se puede estar, camino apurando el paso. Ojala viviera en un lugar sin cemento (tengo el pelo mojado por la transpiración). Las gotas de sudor tienen un gusto raro, como a manzana cortada con el cuchillo del asado. Cruzando la avenida, entre dos kioscos está la puerta. Afuera no hay carteles, toco el timbre y Alfonso abre. Alfonso es el sereno del edificio, lo cuida todo. Le decimos el gato, porque siempre anda paseando y no hace ruido.
- Alfonso
- ¿Cómo le va?
- Acá, bien. Miguel está enfermo, no viene. Hace calorcito afuera?
- Está para malla, Alfonso.
- Mira, y acá para cagarse de frío.
- ¿Mirta?
- Bien, por lo menos.
El día pasa y llega la noche, pero estar acá adentro es como ir al shopping, salvando la delicadeza, el tiempo no pasa, solo cambia la percepción de algunas superficies. Traslado los envases de 20 litros hasta la llenadora automática (que es un carrusel de doce válvulas), los tapo, coloco la banda de seguridad, numero de lote y caducidad. El hielo tiene fecha de vencimiento.
Conforme con mi productividad, preparo un mate y prendo la radio. Los azulejos deben tener siglos, microbios de cuántos años atrás vivirán entre las juntas… arriba charlan, cuando la fabrica esta vacía se escucha la actividad de la morgue por los respiraderos.
- Un amante con mala suerte – dice un doctor.
- Yo me quiero morir así.
- Mejor no, mejor no, si se puede hacer todo.
- Si, además con medias puestas…
- ¿Y eso? ¿Qué tiene que ver?
- ¿Cómo que qué tiene que ver?
Debe ser un muerto nuevo. Para soportar el no sé que de trabajar ahí esa gente hace chistes raros. Camino por la sala y prendo las máquinas de la segunda fase. Estos aparatos son filosos, algún día me voy a cortar un dedo y alguien en algún lugar de esta ciudad va a tomarse un whisky con sorpresa. Un hombre de billetera abultada es auxiliado por el 107 al atragantarse con un dedo que apareció en el centro del cubo de hielo que refrescaba su vaso, la falange, según testigos, apuntaba al firmamento.
Las puertas de arriba que se cierran. El gato nunca entra ahí arriba. Dice que es desafiar al mismísimo demonio andar abriendo gente muerta. Subo el volumen y pongo a Gabriela Tesio. Prefiero los programas como este donde no hay silencio. Así todo sucede en los bordes de mi cabeza, nada ingresa. Paso las barras al cuarto de mantenimiento. La puerta que conecta el sótano a la morgue está abierta y Alfonso no está en el pasillo, es raro que no lo haya visto entrar ni salir ni subir. Silbo, pero no contesta, camino hacia a la pieza negra (así le decimos en broma a la bellísima sala de disección).
Arriba del portal dice “Prohibido fumar durante la autopsia”. Esta gente está loca. Escucho pasos en la otra habitación y camino despacio. Pego la cara a la puerta de metal de la heladera -que es como un cuarto de hotel- y oigo un susurro. La heladera esta entreabierta, asomo la cabeza y de golpe y a mis espaldas siento movimientos rápidos, unas manos que me empujan y un clack contundente.
Los ojos tardan en acostumbrarse a la cantidad de luz, lo sé. Pero aquí no hay y no veo nada. Comienzo a acariciar la pared hasta entender la arquitectura. Avanzo rozando los paneles. El interruptor debería estar a la altura de mi pecho. Voy a gritar… pero encuentro la perilla. La luz es amarillenta y apagada.
No creo en dios, pero estar con diez cadáveres desnudos no es fácil. La belleza se transforma. El uniforme de trabajo me protege del frio, congelado no muero. Son diez, seis mujeres y cuatro hombres. Hay uno que tiene escrito en el brazo “El amante del zoquete”, entiendo que es un chiste, pero la risa ahora es un reflejo lejano. No encuentro ninguna forma de escapar. Huir requiere de confianza, no se escapa porque si, se escapa porque uno puede pensar en sí mismo de manera heroica.
Cuando era chico quería irme de casa. Besar a mi hermana en la frente, juntar mis cosas y correr. Correr lejos y después volver. Mirar a mi padre a los ojos, insultarlo y rescatar a mi hermana de ese loquero. De casa me fui a los 25, resentido y sin honor. Hay deseos difíciles de cumplir.
Una mujer vomita. Sé que los cadáveres hacen cosas de vivos. Tienen cuentas pendientes en los intestinos. Algunos hasta pueden moverse. Me duele la panza y el traje me queda incomodo. Me duelen las articulaciones y necesito respirar mejor.
Una mujer acostada a mi derecha hace cosas raras. ¿Cómo habrá muerto? No tiene marcas, ni moretones, ni cortes. Parece dormida. Su piel es lisa y pálida. El pelo negro le cubre un hombro. Si existieran las princesas muertas, sería una. Hay un cartón en su pie derecho pero leerlo en voz alta sería una crueldad. Tomaste como mil pastillas. Hubiera lamido tu tristeza con mates y criollos. ¿Pasa el tiempo en una heladera? Afuera hay ruidos, afuera. Tengo el cuello duro y las rodillas tiesas. De pronto la puerta se abre. La luz me encandila. Alfonso y Miguel se ríen a carcajadas. Miguel, estabas enfermo.
- Te cagaste encima, boludo!
Tomo aire y salgo, los empujo bruscamente y voy hacia la escalera, cruzo el pasillo, abro la puerta y corro por la calle, llego hasta mi casa y sigo de largo. Camino hasta la plaza, hasta el centro y más allá de la ciudad. Pienso en el agua congelada, en mi hermana. Las lágrimas tienen gusto a manzana y carne.
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