Autor: V. Onoff
Estrella baila y canta.
Salta sobre el universo y gira en cuadrados imposibles.
Le toca el hombro a Dios y se sonríe por el color de su mirada.
Enciende los prados del grito ausente y le da de comer a una bandada de aromas inconclusos.
Ríe.
Duerme sin saberlo y sueña almohadas de otros.
Dobla precipicios y los lleva en sus bolsillos mientras hace la cola del banco.
Almuerza tormentas de sol encrespado y, cuando se nubla sobre las avenidas de terciopelo, va en busca de las suaves lluvias que caen dentro del subte.
Estrella se sienta a charlar con el olvido hasta que él llora melodías de nostalgia mientras ella busca una receta de lemon pie, asustada por tanta lágrima necesitada de dulce.
Quiere que Dios la mire desnuda y se enamore de su vientre, arado de primaveras y sones brillantes.
Se asoma por balcones y derrite rejas sin que las pupilas le dejen soñar con nubes ajenas.
Estrella se deshace de sus manos y las guarda en el freezer, junto al helado de frambuesa y sobre tres de sus madres envueltas en film autoadherente. Anota luego en un cuaderno cuál era la derecha y cuál la izquierda, segura de olvidarlo y temerosa de su total ignorancia política.
Por las noches, los carros de los ángeles no la dejan dormir y ella se asoma por el cuarto cajón del ropero a gritar canciones destiladas de efervescencia hasta que el último de los carros vuelca. Y regresa a la cama.
Recorta flores de sombra y sonríe.
Vuelve a su útero cabalgando un incendio tímido y tira las llaves de su esperanza en un lago, mirando feliz al cielo para salir en alguna foto satelital del Google Earth mientras trata de recordar si se lavó los dientes.
Estrella puede desarmarse en ciento treinta y dos triángulos de sabor vainilla.
Y correr. Admitir que no tiene amigos ni bombachas. Y arder. Conocer qué sueña Dios cada noche. Y olvidarse dónde dejó las manos.
Integra un coro de grillos que le cobran cuota mensual y la discriminan por ser alta y no tener alas hasta hacerla llorar. Luego canta a través de las lágrimas y los barcos viran ciento ochenta grados regresando cada uno a su primer amor.
Ríe. Otra vez. Siempre.
Necesita un globo aerostático y seis cuchillos para hacer un ritual que aprendió en la televisión pero, como cree que el viento es el demonio, no está dispuesta a prostituirse y prefiere cenar budín de arroz, dejando la magia para cuando el demonio ya haya muerto.
Estrella quiere salir de los diarios y llevarse a la rastra a todas las letras y fotos a un casino para jugarle al treinta y uno. Le prometió a la hache que si gana le pagará su terapia de rehabilitación para que deje de ser muda. Por eso compra el diario y se da baños de inmersión con ellos.
Su alma está cosida de espantos y sinceridades.
Por su boca se llega a un paraíso equivocado.
Y por sus ojos
a un paraíso perdido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario