Autor: Pablo
Todas las noches de viernes, el fantasma de la novia
aparecía en el restorán Veracruz. Todas las noches de viernes, Víctor estaba
sentado a una mesa, esperando. Ella entraba de pronto, bajando la escalera que
llevaba al salón. Descendía lentamente, la vista fija hacia adelante, como las
divas de la década del cincuenta. Vestía un elegante vestido blanco, entallado.
No se hacía silencio. El murmullo y la música seguían, como si no hubiera en el
salón un fantasma, una aparición.
No es que el fantasma de la novia no fuera visible para las
almas endurecidas, no: era sólo indiferencia.
Víctor la esperaba. Se ubicaba en una mesa, cerca del
escenario donde un viejo pianista tocaba boleros. Cuando veía entrar a la
novia, contenía la respiración en un gesto de tensión y angustia. Como todos
los demás, él podía verla.
Sin embargo, ella nunca notaba su presencia. Se acercaba a
la barra y se sentaba en un taburete, los ojos enrojecidos por haber estado
llorando. Saludaba al barman y pedía vino blanco. El barman escogía
mecánicamente una copa, y la llenaba. “¿Espera a alguien, señora?”. “Sí,
supongo que sí”.
Cada viernes, el barman preguntaba si le dejaba la botella.
Ella decía que no y se quedaba mirando la copa, un par de horas, lo que durara
la aparición.
El fantasma de la novia no se esfumaba al dar las doce. A la
hora de las brujas, en el Veracruz, comenzaba el espectáculo de un comediante
flaco y petiso, de peluquín pelirrojo y anteojos de cristales oscuros, grandes
y ovalados.
Los hombres se reían y Víctor lograba relajarse unos
minutos. Había aprendido los chistes. “Últimamente estuve buscando trabajo como
ginecólogo, pero no encontré cómo entrarle”. Víctor reía.
Siempre, cada viernes, en algún momento de la rutina, cerca
del final, Víctor se volvía hacia la barra y miraba a la novia. Su novia.
Miraba el pelo largo y rubio, casi rojo, miraba los hombros, la espalda, la
cintura, las caderas. Miraba las piernas. Sentía ansia y frustración.
Víctor sabía perfectamente lo que iba a pasar después. Era
una coreografía que repetía cada viernes en el Veracruz. Cuando el comediante
se despidiera y los comensales aplaudieran, Víctor se levantaría de su asiento,
caminaría hacia la barra, se sentaría junto a su novia e intentaría tocarle el
hombro, que sería ante su tacto ni siquiera una espuma o un vapor.
Como cada vez, Víctor cerraría su mano en el aire ante la
evidencia de lo intangible. La sostendría un segundo así, suspendida, cerrada
en el lugar donde sus ojos le dirían que están los hombros que todavía anhela,
y la bajaría luego, para apoyarla sobre la barra. Se quedaría ahí en silencio
un rato, escuchando los empalagosos boleros que habrían vuelto a sonar.
Llamaría al barman para pedir él también una copa de vino. Dos, tres veces. El
barman, absorto o maleducado, lo ignoraría.
Más o menos en ese momento, comenzaría a sentir un nudo en
el estómago. Conocía lo que venía con la certeza del obsesivo. Como una
maldición, seguiría su guión con fidelidad angustiosa.
“Helena”, llamaría.
Helena, que no puede verlo, que al único que no puede ver es
a Víctor, se sobresaltaría. Aún después de haber vivido tantas veces la misma
escena, Víctor sigue sin saber si Helena se sobresalta porque escucha su
nombre, porque percibe su presencia, o porque desde el más allá llega el
llamado que indica que ya está, que ya es hora de completar el número, que debe
alejarse de ahí.
El momento se repite idéntico a sí mismo y es ahora.
“Helena”, dice Víctor, que se ha levantado, se ha sentado a la barra, ha
intentado tocarle el hombro. Helena se sobresalta y vuelve la cabeza hacia
algún lugar un poco por detrás de Víctor. Se para de un salto y vuelca la copa,
que se derrama sobre sus pies. Se queda unos instantes parada ahí y Víctor ve que
está a punto de llorar otra vez. Sin
hacer otro ademán de reproche o lamento, Helena sale casi corriendo y se
pierde en la bruma del puerto.
En ese momento, Víctor no siente nada. Sólo el nudo en el
estómago y el vacío en el pecho. Ya no recuerda cuántas veces ha repetido la
escena. Todos los viernes son el mismo viernes. Se siente cansado, más que
nada.
“Si tan solo pudiera una vez no llamarla”, piensa Víctor.
Vencido, sin ninguna vitalidad, se levanta y llama al
barman, que sigue absorto en su tarea y no lo escucha. “Cóbrese lo de la
señorita”. Como el barman no le contesta, deja sobre la barra los mismos
idénticos billetes.
Entonces, el fantasma de la novia se desvanece. Hasta el próximo
viernes, el mismo viernes 13 de octubre de 1972.
2 comentarios:
Me encantó. Me pareció buenísimo!! Felicitaciones al autor y al blogger que lo colgó.
N
Nico:
Es muy bueno, para mí, saber que visitás este site.
Te agradezco mucho el comentario, resulta bueno que los visitantes opinen sobre las obras de los artistas que colaboran con CdF.
Esta siempre será tu casa.
Abrazo.-
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