Autor: Nicolás
Está sentado y mira por la ventana del bar. Sentado y
totalmente embrutecido por el alcohol. No queda, después de todo, otro remedio.
Hasta las más altas esferas de la inteligencia le ceden el paso a la idiotez
del sentido común, cuando le tocan, de lejos, el corazón.
Pero él está sentado y mira, por la ventana del bar, a cinco
o diez metros, un colectivo pasar, la casa de enfrente, un señor que lleva,
pedaleando con disciplina y esfuerzo, a una señora sentada detrás, de costado,
ya que la falda le impide sentarse de frente. Mira eso u otra cosa. Es lo
mismo, para el caso. No viene al caso contar adónde está. No es un problema de
lugar, sino de género. Sabe (porque él lo sabe) que va a tener que pararse a
buscar otra cerveza. Sabe también que, como no es la primera, va a costar
pararse, caminar, con la botella vacía en la mano, sacar el dinero embollado
del bolsillo trasero del pantalón de trabajo, pedir, no sin cierto problema de
habla, otra cerveza, esperar y contar el vuelto y luego, sin prisa pero sin la menor
concentración, buscar nuevamente su mesa junto a la ventana para al fin, beber
hasta liquidar la última forma posible de pensamiento. Piensa que así se
arreglan las cosas. Sabe (porque, para qué negarlo, lo sabe) que eso no arregla
nada. Pero también sabe que allá afuera, justamente ahí por donde ese señor
pasa pedaleando trabajosamente su bicicleta, la gente tiene la dudosa tendencia
a no decir nada y a reclamarlo todo. Entonces, se levanta, camina a duras penas
unos pasos y luego, recuerda que está olvidando algo. Vuelve sobre sus pasos y
para sorpresa de los presentes, toma el envase por el cuello y reinicia su
causa. Pide su cerveza y vuelve, no es cierto, lo más campante, contento de
tocar con la palma de la mano el borde helado del envase marrón. Se sienta aún
sin dejar la botella cargada y luego, con un estruendo súbito, hace un ruido
que gana la atención de los presentes, dejando caer pesadamente el envase sobre
la mesa. Toma el vaso y lo inclina, sirviendo lenta y meticulosamente la
cerveza dentro, dejando un pequeño cuello de espuma. Vacía el contenido de un
solo trago. Sirve otro. Piensa para sí, pero, claro, sin pensar mucho y como se
dice, sin decirlo ni pensarlo, que si hubiera querido emborracharse a lo
bestia, hubiera comenzado por ginebra o gin. O caña. Pero ha querido poner las
cosas en su lugar y sobre todo, rumiar un poco el asunto, para cederle poco a
poco el espacio al alcohol hasta embrutecerse. Ha bebido la primer cerveza con
la bronca que ha venido acumulando durante el pedaleo hasta el bar. Ha visto
cómo puede ser vaciado un envase en un pestañeo. Tal vez ustedes no estaban
atentos cuando dije que él sabe que esto no se solucionará bebiendo como un
animal. El caso es que él ya sabe que, después de la cuarta cerveza, le importa
poco y nada lo que ha venido pensando y su cabeza salta de palabra en palabra,
siguiendo los estímulos que recibe del orificio de la ventana, construyendo un
relato enloquecido y confuso, que va del enojo a la tibieza de esa vieja
sentada de costado, en la bicicleta comandada por el viejo, que, como bien
decía, lenta y trabajosamente, pasa por delante del bar, como quien dice, lo
más campante.
Es tarde y se escucha, pero no se sabe de dónde viene, la
voz de un relator de fútbol nombrar infinidad de apellidos, de lo que se
desprende que cada apellido pertenece a una persona en particular, y que estos
se pasan, sin otra singularidad, la pelota, unos a otros.
Él se levanta y se va, no sin antes percibir que esto último
le trae una idea que lo llena aún más de odio: como en el fútbol los pases, en
la sociedad, la estupidez y el rencor se contagian.
No hay comentarios:
Publicar un comentario