lunes, 12 de diciembre de 2011

El Gallo

Autor: Alberto Grozo

Los hechos que a continuación se narran aunque parezcan fantásticos tienen base en la realidad que siempre nos brinda sorpresas.

Existen caminos por este valle que nunca deberían transitarse. Algunos conducen al otro lado donde las sombras son eternas, otros llevan a la pérdida de la razón, sin remedio… La gran mayoría de los hombres y mujeres que habitan estos parajes vuelven a sus casas por sendas probadamente seguras y casi siempre circulan acompañados… yo no lo sabía y más de una vez me interné por huellas olvidadas y pasos estrechos que sólo alguna alimaña conocía.
Se preanunciaba el invierno y un viento del sur que parecía arrasar la tierra contorneaba las indecibles formas del anochecer


El gallo muerto colgaba, cabeza abajo, de una rama partida, bamboleándose. Tieso, inerte y descolorido. Día a día pasaba ante él sin prestarle atención, me parecía un extraño y morboso monumento a mi descuido por tener la costumbre de dejar libradas a la suerte a mis gallinas en el polvoriento camino que conduce a las bardas de Bryn Crwn. Era inquietante de todos modos. Y es que había algo sádico y confuso en su figura iluminada por los faroles de mi auto cada vez que la oscuridad profunda se presentaba como telón de fondo y tomaba la curva de aquella encrucijada siniestra para llegar hasta la tranquera de la chacra. De cualquier manera para mí había pasado a ser parte del paisaje cotidiano. Un error del cual me arrepentiría.
Por circunstancias que no vienen al caso relatar, hacía más de dos años que el destino me había arrojado a aquél paraje rural cercano a Dolavon, lugar al cual traté de darle un aspecto civilizado con mucho esfuerzo pensando que con eso acabarían mis penurias. Pero de ninguna manera ocurrió así.
Una tarde, creo que durante la última primavera, me percaté de que todos los gallos que yo tenía, habían desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Tratando de comprender, lo atribuí a los halcones y otras aves predadoras, aunque me pareció curioso que sólo los gallos habían sucumbido y no así las gallinas que seguían su vida como si nada hubiera sucedido.
Mi mujer también siempre se había querido ir y nunca supe bien por qué. Fue inevitable que todo terminara como terminó.
Quizás a partir de ese momento comenzó una lenta pero, continua desestabilización de mi espíritu. Aún recuerdo la pesadilla de esa noche. Seres amorfos descendían en bandadas oscuras y se mezclaban con hombres y mujeres en violentas reyertas confundiéndose en un absoluto caos. La horripilante visión fue haciéndose cada vez más real hasta hacerme despertar en un grito que ahogó el silencio más profundo que yo haya oído. Me arrastré sudoroso y temblando hasta la cocina, me senté en el largo banco de algarrobo atiborrado de ropa y papeles, encendí un cigarrillo y pensé en ir a un hotel o algo así. Pero por esas cosas que tiene la vida y la mente me dejé llevar por pensamientos racionales y me dije, “Es sólo un sueño”… Un lento y viscoso alivio fue derramándose por mis sentidos y cuando le daba la última pitada se ausentó la sensación horrible que me había producido aquella pesadilla.

Una tarde sin viento noté que cientos de miles de moscas se habían posado sobre cada una de las ventanas. Venían desde el aire, como nubes oscuras y sin forma. Me parecía mentira pero, ahí estaban en una vorágine inesperada y amenazadora. Miles se ubicaron sobre la puerta y cada vez que la abría entraban a la casa y en pocos minutos estaban en todos los sitios que podían alcanzar. Automáticamente me vino a la mente un nombre… Belcebú. Señor de las Moscas.
Dejando de lado los pruritos propios de una mentalidad acondicionada por la mediocre sociedad que generó los imposibles sueños de racionalidad, me dejé llevar por una idea casi animista donde las alas del miedo tomaban vuelo a cada instante. Lunares negros y movedizos que estaban por todos lados, alados y sucios manchaban cada espacio de la casa. Las moscas se arrastraban lentamente como adormecidas o tontas. Borrachas de mugre e impureza.
Vaciaba en el aire largos envases de insecticidas de diversas marcas y potencias pero, todo resultaba inútil. Caían por centenares y como de la nada volvían a reptar por platos, vasos, mesas, en el baño, dentro de la heladera, caían sobre el aceite hirviendo o en el agua jabonosa de las duchas. Perdí el control… no había lugar donde yo posara mi vista que no estuviera mancillado por ellas, amas y señoras del aire. Tan sólo la oscuridad y la noche las aquietaban un poco hasta el otro día. Las ventanas estaban cerradas, no abría casi la puerta. Y una sensación me fue inundando paulatinamente, me costaba creer lo que vivía. Es que uno al vivir en el campo se compenetra con fuerzas desconocidas y todo lo sabido se pone en duda. Es fácil ser ateo en las ciudades, pensé. Una mitología cotidiana me acompaña.

Fue en esos momentos intensos y hoy borrosos que decidí, por consejo de una querida amiga, consultar a una bruja del pueblo. Mientras esperaba que me atendiera veía como sus mágicas manos se desplazaban sobre la cara, los brazos y la mente de aquella mujer pequeña y preocupada por su bebé afiebrado. Una jauría de pensamientos inconexos se precipitaron hasta combinarse con una leve sonrisa sardónica y prisionera de la razón que gritaba por la cordura perdida de aquél instante delirante. Dejé rodar la escena que presenciaba hasta creer que tenía la sensatez pero, ahuyentando el equivocado deseo que me conducía a la puerta me puse a mirar los ojos de aquella hermosa sibilina, que parecían ver más allá y tan sólo creí.

 - ¿ Cuál es tu nombre? -
- Daniel -
- ¿Qué te pasa Daniel? -
- Bueno, vine porque me pasaron cosas… -
- ¿Qué cosas? -
- Miles de moscas invadieron mi casa y un gallo colgado… -
- Boca abajo…. -
-  Sí… ¿Cómo sabe?-

Un viento atroz levantaba polvaredas que se arremolinaban en mi mente y una desenfrenada sed por comprender me alentaba a seguir en ese diálogo monocorde y casi inútil… Es difícil comunicarse con alguien que sabe lo que uno piensa.

- Hacé exactamente lo que te diga. Sacá el gallo de donde está colgado y ponelo al otro lado del camino, quemalo o tiralo a una corriente de agua. Cuando lo estés tirando putealo bien fuerte, a ellos no les gusta eso y en ese lugarcito debajo de donde colgaba el gallo rocialo con vinagre de manzana rezando un padrenuestro. -

Tomé sus palabras como una ley, no tengo dudas. A las claras me di cuenta que debía hacer lo que me indicaba, con un poco de humor (¿ y si fuera musulmán y no supiera el padrenuestro ?) y comprensivamente.
Aunque eso de los “ellos” me dejó intranquilo.

- Ah y además poné en cada extremo de la tranquera siete dientes de ajo… - Me dijo.

Obviamente al día siguiente hice lo que me indicó. Me sentía pasmado cumpliendo ese ritual mágico y extraño pero, no puedo negar que esos precisos movimientos me liberaban del miedo. El miedo a lo que se desconoce es una tremenda carga que lo va enredando a uno hasta que lo convierte en una sola y atiborrada maraña de delirios que lindan con la insensatez más atroz. Sentí escalofríos al observar ese pequeño lugar que rocié con el vinagre de manzana, no pude rezar y me alejé. Las pinturas rupestres redivivas tomaron sus colores ancestrales de mi alma.

No todo terminó ahí. Una tarde y sin siquiera imaginármelo aparecieron como desde un mal sueño una decena de enormes jotes de cabeza roja. Parecían fúnebres transportadores de un mensaje aciago y oscuro. Desde los sauces y mimbres que rodean la casa reposaban esperando no sé qué cadáver para devorar. ¿Sería el mío?… Tomé el viejo Rexio, disparé al aire y conté trece. Me puse triste al verlos desplegar sus alas negras contra el cielo azul y diáfano. Me ensombreció la vista de esos seres oscuros, carroñeros y pacientes. La idea de que mi casa estaba sitiada por buitres era sencillamente escandalosa y el terror comenzó a invadir lento pero de modo inexorable mi vida.
Cuando todo se desmadró me puse a buscar en libros polvorientos que casi nadie lee, que durante la Edad Media las encrucijadas eran lugares tenebrosos donde ascendían seres infernales que se apoderaban de las almas de los viajeros incautos que las transitaban y de ahí que frecuentemente puedan verse cruces o ermitas en una de sus esquinas para desalentar esos caminos de perdición, lamentablemente para mi, esta encrucijada fatídica carecía de una cruz adecuada.
Desde entonces comencé una obsesiva investigación para alcanzar alguna explicación de todo aquello que de por sí parecía inexplicable. Me adentré en la simbología oculta de lo que me sucedía y como es de imaginarse los gallos fueron el centro de mis elucubraciones. Sospechaba de todo.
Hasta llegué a consultar el famoso bestiario de Anselmus Debry que me aclaró bastante y que increíblemente coincidía con lo que la hermosa bruja pueblerina me había explicado. Colgar un gallo pretendía la miseria más cruel para la persona a la cual estaba dirigido semejante maleficio. Como averigüé la figura del gallo representa al sol, la claridad, la luz del amanecer que anuncia el fin de la noche y la muerte momentánea del sueño. Muerto y boca abajo era un poderoso símbolo que anulaba la intrínseca carga benigna que portaba. El gallo había anunciado la traición al Mesías, el gallo señala si canta fuera de las horas acostumbradas, las desdichas por venir. El gallo es una especie de alarma natural que se le dio al hombre para prevenirlo contra las maldades inesperadas. Su sacrificio nunca es hecho por una mano justa.
Me adentré en los ritos umbanda donde el gallo es central para sus ceremonias y por ende en el A B C de la magia negra. En un libro extraño llamado el Malleus Maleficarum que por suerte encontré perdido en la biblioteca de Gaiman y que había sido traído por los colonos galeses después de la Guerra de Secesión pude saber que el poder de las brujas es inmenso y que sin remordimiento alguno podía matarse a esas encantadoras si se comprobaba su influjo maligno.

Lo cierto es que mis siguientes pasos se dirigieron a averiguar el por qué de la aparición de ese animal abominado. Aunque no veía indicio alguno y pensaba que nunca lo encontraría, una noche, mientras barría el polvo y las moscas muertas del piso, debajo de la mesa del televisor, encontré una extraña enagua blanca manchada con sangre. Las visitas femeninas no son frecuentes, lo confieso pero, de ninguna manera podía pensar que en alguna de esas visitas alguien pudiera dejar olvidado semejante ropaje. Por su talle y sus elaborados bordados hubiera dicho que era de una confección esmerada. Era de una seda muy fina y delicada al tacto. Mi desconcierto se transformó en preocupación cuando no pude relacionar esa prenda con algún lógico momento que justificara su presencia.
Cuando se la llevé a la bruja la tomó entre sus manos, cerró sus ojos y murmuró unas cuantas palabras incomprensibles para mí. De repente y con un inesperado movimiento abrió la salamandra y arrojó la enagua al fuego.
Sin decir palabra alguna se levantó se sirvió un vaso de agua y lo bebió lentamente. Estático la observaba sin atreverme a preguntar nada. Giró su cabeza, me miró y pidió que la llevara hasta la chacra. Los pocos kilómetros que recorrimos los hicimos callados. Ella estaba nerviosa y no dejaba de frotarse las manos como si no pudiera librarse de la sensación que le produjo el contacto con esa vestimenta maldita, creo yo. Cuando alcanzamos la encrucijada me pidió detener el auto y descendió para dirigirse directamente al follaje donde hasta hace unos días colgaba el infortunado gallo. Otra vez me miró fijamente y me pidió que trajera una pala y comenzara a cavar justo debajo del árbol, me negué a esas alturas a semejante cosa ya que no entendía el por qué, pero no tuve más remedio que hacerle caso ya que comenzó a gritar de manera desesperada por la pala.
Había cavado un hoyo de medio metro de profundidad en el lugar cuando en uno de mis golpes saltó desde el hueco una esquirla que fue a dar junto a los pies de ella. La tomó entre sus manos y me corrió bruscamente del pozo para echarse en el piso y escarbar con sus propias manos hasta extraer un cráneo amarillento del cual se desprendían mechones de pelo. Cuando me volvió a mirar yo ya tenía la pala alzada para golpearla.
Enterré su cabeza junto a la otra, la de mi esposa, en el mismo hoyo que había abierto. El resto de su cuerpo permaneció tirado varios días a pocos metros de mi casa. De nuevo, una enorme cantidad de moscas malditas entraron a mi casa. Volvieron los buitres que se arremolinaron sobre la osamenta repulsiva y caí de modo inevitable en la desesperación más atroz.
Maté un gallo y lo colgué cabeza abajo de la rama partida.

2 comentarios:

Nico dijo...

Buenisimooooooooo

Ignoto Transversal dijo...

Nico:

Coincido, creo que el relato está muy logrado.

Como siempre alegría mayor tu contacto.

Abrazo.-